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Mil monos mecanógrafos: música, IA y ucronía

by Redacción

Por Walter Cromo,
periodista especializado en arte y cultura

ucronía. f. cult. Reconstrucción de la historia sobre datos hipotéticos. La ucronía especula sobre realidades alternativas, en las que los hechos de la vida real ocurrieron de manera diferente o simplemente no ocurrieron en absoluto.

«Viajero del tiempo estornuda y no nace Hugo del Carril…», dice un usuario de YouTube para presentar su versión de Inteligencia Artificial realizada con la voz del Flaco Spinetta, en sustitución del verdadero autor de la Marcha Peronista. Desde Estambul, con la misma herramienta, Zaruret Records publica el álbum de Los Ancestros (1972), una banda mexicana de rock que nunca existió; en Nueva York, los creadores de contenido muestran a Frank Sinatra cantando las canciones de Michael Jackson, y en Tokio a los Beatles bailando la Macarena.

Según Pascal, si la nariz de Cleopatra hubiera sido más corta, la faz de la Tierra habría cambiado; siguiendo a Toynbee, si los musulmanes hubieran vencido en la batalla de Poitiers, los siglos de oscurantismo católico no hubieran tenido lugar, y la humanidad ya habría alcanzado las estrellas. El ansia de la ucronía se basa en una paradoja temporal: la nostalgia de lo no-acontecido, un «déjà-vú de lo que va venir» que no se resigna a que lo que no fue, no haya sido.

Para Santo Tomás, hacer que lo que fue, no haya sido, es más difícil que resucitar a los muertos; en nuestros días, el milagro se consuma por obra de la IA, ese espíritu desencarnado que todos pretenden omnisciente y algunos auguran, pronto, ubicuo. Pero allí donde la ciencia ficción clásica plantaba su punto de partida («qué pasaría si…»), la ucronía invierte sus pasos («qué hubiera pasado si…»): el hombre ilusionado de la Edad de Oro se vuelve melancólico y ya no quiere vivir el futuro, sólo la fantasía de un pasado a su medida.

Distinto es el caso de Rox & Los Bots. En su álbum «Voces del no-mundo» (2024), la banda virtual presenta temas realizados en colaboración con diversas artistas digitales, cada una con su propia voz, aspecto y estilo distintivo; desde Akina Bakari, que interpreta una canción de cuna en lengua swahili, hasta las Dymond C-Stars, que fusionan la electrónica y el tango con los ritmos de raíces jamaiquinas; Rita Nazare comparte su calidez al hablar de esos momentos íntimos que definen una relación, y buscando añadir un matiz espiritual, Arezou Lakat propone para su tema el título «Kyrie eleison» (en griego «Señor, ten piedad»)… En el video, las C-Stars lucen peinados afro, ojos azules, y sonríen pícaramente al compás de los bronces. Puede verse que en este punto la IA no sirve como máquina del tiempo, sino como palanca para la creación de nuevos mundos.

Cuentan que J.R.R. Tolkien y C.S. Lewis se lanzaron mutuamente el desafío de crear un mundo: en el tiempo el primero, en el espacio el segundo. Tolkien inventó el tiempo mítico de la Tierra Media; Lewis, que no conocía la cibernética, se limitó a ubicar las aventuras de sus héroes en el plano euclidiano del Sistema Solar. El ciberespacio, por otro lado, no es un mundo paralelo: es la parte digital del mundo real, aquella donde se alojan nuestras redes sociales y cuentas bancarias. Las remakes contrafácticas y los discos nunca grabados que reescriben la Historia, soñando un tiempo que fue hermoso, pretenden una segunda chance para aquello que no fue, como almas en pena en el flujo del tiempo. Cuando Frank Sinatra canta «Thriller» es realmente un zombie emergiendo de su tumba, un cuerpo llamado nuevamente a la vida por la magia de la electricidad, como el monstruo de Frankenstein. En la impasse de la aspiración ucrónica, Heráclito refuta a Marx: la Historia siempre se repite, pero nadie se baña dos veces en el mismo río… Sobre el resultado del sueño iluminista no se necesita abundar.

Es célebre la sentencia según la cual mil monos tipeando al azar durante un tiempo infinito, acabarán produciendo un soneto de Shakespeare: la computación superrápida y el componente aleatorio de la IA generativa, junto a la masificación de los dispositivos móviles, permiten metaforizar este escenario. Por su parte, en «Non serviam», Stanislaw Lem se interroga sobre el estatuto ontológico de las personas artificiales, sosteniendo que su estudio constituye la ciencia más cruel inventada por el hombre. La comezón filosófica se propaga a las disquerías; Zaruret Records, que integra un grupo de productores de contenido, señala en la portada que todo lo que sucede en su canal es ficción, para agregar: «Pero ¿qué cosa es la verdad?».

La pregunta es urgente en tiempos de realidad líquida (la autoridad del chatbot ha reemplazado a la enciclopedia, y las fakes son el chiste de moda): Los Ancestros, ¿existen? La respuesta es sí, acaban de publicar un disco. En 1972. «¡En 1972 no existían!», se objetará. «Pero ahora sí», dicen las redes. «Acaban de publicar un disco. En 1972».

Orwell describe el mecanismo a propósito del camarada Ogilvy, personaje ficticio creado por el Partido para controlar a las masas: al concluir la tarea de propaganda, el camarada Ogilvy, «que nunca había existido en el presente, existía ahora en el pasado». La posverdad es la materialización de la ucronía, su paso al mundo real.

El precio de la omnipotencia del deseo, cara a Dalí, que puede crear el mundo y modificar el pasado, es la indistinción entre realidad y fantasía, que obliga a las plataformas a aclarar si un contenido es sintético o alterado digitalmente. Se deduce de ello que el test de Turing ha quedado obsoleto, pero la cuestión que conlleva es aún más significativa: ¿qué cosa es, entonces, la realidad?

Es entre la astucia de un pasado idealizado y la ingenuidad de un milenarismo ilustrado que los mil monos mecanógrafos de la IA generativa parecen abrir lugar para un presente maravilloso: como señala Lautreamont, la belleza se produce en lo fortuito del encuentro, ese «azar objetivo» que encandilaba a los surrealistas. En efecto, la producción de un contenido (imagen, sonido) por parte de un algoritmo basado en redes neurales, comporta una dimensión estocástica inherente al proceso de muestreo, lo que hace posible un resultado distinto en cada jugada. En el residuo de ese magma informático brillan los diamantes de nuevos mundos, nuevas lenguas y países, obras de arte impensadas y paisajes imposibles…

Al final de su saga Dune, Frank Herbert habla de la Dispersión, la diáspora de la humanidad más allá del universo conocido, como un modo de evitar la extinción refugiándose en lo incontable. Puede pensarse que la apuesta por el infinito es tan cobarde como el sueño de un futuro ideal o la ilusión de un pasado perfecto: a falta de cambiar el mundo, cada quien se crea el propio. ¿Es este el escapismo que se le ha señalado a la ciencia-ficción?

Los dibujos y diseños de Leonardo se adelantaron cinco siglos a su época; en sus novelas, Verne ideó un sinfín de artefactos que poblaron el mundo apenas una generación más tarde; Arthur C. Clarke vio convertida en realidad su fantasía de una red de satélites global durante el transcurso de su vida. Lo que ayer era imposible, hoy es cotidiano, y la tarea del arte sigue siendo inventar nuevas realidades, no sólo cambiar la existente. Mil mundos en las manos de los monos pueden llevar a la humanidad a las estrellas o conducirla al desastre, así como los submarinos de 20.000 leguas que soñó Verne amenazan hoy a la Tierra con un infierno atómico de 100 megatones. ¿Qué será, pues, de nuestro sueño? No hay futuro inevitable ni pasado take away, solo la urgencia del ahora entre los dedos. Nuestras IAs se entrenan en sueño profundo, pero ¿sueñan los androides con ovejas eléctricas?

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