Por Iris Rosales Valdés
La pesca se había puesto mala para Alberto desde que la Gran Mancha Tóxica, una masa oscura de contaminación con todo tipo de químicos, y errante además, gracias a las corrientes marinas, había extendido su estancia en las costas del pueblo.
—¡Carijo!, incluso si pudiese pescar con mi Fisher-Submarina 300, en vez de esta mierda de carrete, ¡es imposible conseguir un animal limpio en esas aguas! —se dijo arrojando una tumoración de algas con partes de un pez rabirrubia que apenas tenía fuerzas para nadar en contra de la marea negra—. Yo quisiera saber qué era lo que hacían la gente de otros siglos para que dejaran que se formara esta cosa prieta que no hace más que joderlo todo por donde pasa.
Alejó su barca lo más que pudo del agua negra antes de volver a lanzar el cordel. También era peligrosamente lejos de la costa, donde, de ir más hacia mar abierto, cualquiera pudiese divisarlo y chivatearlo a la policía.
Ya casi al amanecer, y gracias a la suerte, tuvo en su poder dos peces chernas de buen tamaño, de al menos veinte y veintidós kilos cada uno. A su entender, debían estar contaminados, pues tenían petróleo de la Mancha Tóxica en las agallas y en algunas partes de la cola.
«No importa… —pensó el hombre— si no me lo puedo comer, lo vendo y que se joda otro».
Acercó el bote a la orilla. No podía ir al atracadero, ya que la marea había concentrado todo el crudo químico en esa parte del muelle, además una bruma acababa de levantarse y poco a poco comenzó a cubrir todo el lugar.
Tuvo que acercarse despacio. Muy despacio para esconderse de la Guardia Costera que sonaba cerca. Si esos lo atrapan con los pescados, y con una pescadora 300 sin licencia, no importa que fuese antigua, le harían pagar otra multa…o peor aún, ¡le saldrían todos los antecedentes penales que debía!
Con la destreza de la costumbre, sacó y arrastró su barca lejos del agua para ocultarla en el matorral grande, el único lugar de la zona donde la vegetación era lo suficientemente grande para cubrirla. Luego, a cierta distancia de sus cosas, chequeó que no hubiera nadie en los alrededores que pudiera verlo partir. Al parecer la naturaleza estaba de su parte, pues la bruma se hacía cada vez más grande, incluso donde se perdían de vista los guardacostas.
Feliz, bajó a buscar su pesca, y vio a una joven que se alejaba corriendo del escondite con sus dos chernas.
—¡Oye… párate ahí! —gritó, precipitándose tras ella en dirección a la bruma.
«Está fuerte la guajira», pensó al verla huir con un pescado grande en cada mano. Pero al parecer era lenta de piernas, así que el hombre no tardó mucho en darle alcance, incluso ya estando dentro de la niebla, o tal vez porque la joven corrió hacia el muelle por equivocación y se detuvo al ver el agua contaminada lamiendo los pilotes bajo la pasarela. Incluso estuvo a punto de hacer sobre ella.
El hombre la agarró por el brazo y la obligó a mirarlo a la cara.
¡QUÉ HORROR!
¡Era lo más feo que había visto en su vida!
La chica tenía los dientes prietos, embotados, como si no le cupieran dentro de la boca y sus ojos parecían de cangrejo muerto haciendo brincar a Alberto de la mala impresión. Pero no dudó otro segundo en abofetearla.
—¡LADRONA…! —le gritó con ganas.
La muchacha se incorporó del suelo, aún sosteniendo los peces y tocándose el lado izquierdo de la cara con el dorso de la mano.
—Lo siento… —dijo con voz llorosa— tengo que alimentar a mis hijos.
—¡No a costa mía, CARIJO! —gritó haciendo un ademán para golpearla.
El ronroneo suave de un motor moderno lo hizo detenerse, no podía ver mar adentro a causa de la bruma, pero la Guardia Costera ya estaba ahí, regresando de su recorrido.
Ensartando malas palabras, trató de arrebatarle los peces a la muchacha, pero estos, productos del forcejeo, cayeron en el agua sepultándose bajo puro petróleo, dejando los pargos completamente inservibles.
Otro bofetón hizo caer de espaldas a la chica.
Fue cuando Alberto la contempló por primera vez, tenía la ropa mojada o lo que sea que fuese la cosa de nylon que traía puesta. Se le pegaba al cuerpo por completo, pareciéndola estar desnuda. «Tendrá la cara en candela pero todo lo demás está muy bien». Pensó, mientras un repentino impulso luchaba por salir de sus pantalones.
Como adivinando sus pensamientos, la muchacha enterró el calcañal en el estómago del hombre, haciéndolo caer de bruces.
Huyó del muelle en dirección la playa, pero Alberto pudo alcanzarla en la orilla donde ya casi culminaba la Gran Mancha Tóxica.
¡Ven acá, guajira…! —La agarró violentamente por el pelo—. …ahora tú me vas a pagar a mí esos pescados.
La muchacha forcejeó con el hombre hasta que perdieron el equilibrio y cayeron de cara en el agua, justo en el borde del agua limpia y la marea oscura.
La retirada de una ola grande los succionó lejos de la playa. Alberto se vio con las manos vacías y siendo arrastrado mar adentro y cada vez más hacia el fondo, como si una fuerza lo halara del cuello.
Al cabo de un instante, todo se detuvo.
Suspendido bajo agua, muy lejos de la orilla y la superficie. A Alberto solo le impresionaba una cosa: ver a la guajira nadar, haciendo ruidos y volteretas frente a una mancha de peces que los rodeaban.
«¡Sirena…! ¡La guajira es una sirena!», pensó sobresaltado, admirando la hipnótica cola que había sustituido las piernas de la muchacha.
La mancha de peces se acercó y Alberto vio lo que realmente eran: sirenas y tritones pequeños del tamaño de una cuarta, vestidos algunos con desechos de bolsas de plástico, con manchas negras en el cuerpo y que no dejaban de mirar a la guajira con inquietud.
—Siento mucho que haya ocurrido esto —dijo la muchacha a Alberto. Volvió la cara a los pequeños con un dedo señalando al hombre—: ¡Niños… a comer!
Iris Rosales Valdés (La Habana, 1984). Licenciada en Psicopedagogía. Narradora. Miembro del taller literario Espacio Abierto. Obtuvo el Tercer Lugar en el Encuentro de Talleres Literarios organizado por el proyecto Convergencia en el 2012. Egresada del décimo quinto Curso de Técnicas Narrativas del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Ganadora de la beca de Creación Caballo de Coral 2013. Miembro de la Asociación Hermanos Saíz (AHS). Mención en el Premio DAVID 2015 de novela. Premio Cuba Poesía Eduardo Kovalivker 2017 de Narrativa Breve. Ha publicado en varias antologías. Formó parte del libro Ariete, antología ganadora del American Latin Book Awards 2019 en la categoría de Mejor Libro de Ficción por Varios Autores.