Por Albert de la Cruz
Las aves comenzaron a caer del cielo, los okunrin adultos peleaban a muerte unos con otros usando armas de gran destrucción, mientras que los más pequeños corrían despavoridos en todas las direcciones. El viento helado de invierno que la Kuruka controlaba, no era comparable al fuego intenso de aquella batalla que secaba toda planta a su alcance y bañaba de sangre a toda bestia que estaba cerca de la ciudad sagrada de Iloorun.
Mi rostro estaba lleno de lágrimas y mi cuerpo de sangre que no era la mía. No podía moverme, mis piernas estaban selladas al suelo con agujas de adbara gravitacional, de esas que usan los guardias para capturar criminales de la peor clase, pero… ¿Qué he hecho?, ¿de qué se me acusa? Ni siquiera sé que estoy haciendo aquí, o porque estoy llorando. Yo vivo lejos de Iloorun en una de las zonas más recónditas de Amani donde se pueden ver las plantas y montañas de abajo y hasta los océanos cuando la Kukura pasa por uno de ellos. Solo me aparezco por la capital cuando hay alguna celebración especial una o dos veces al año.
Mi confusión era demasiado grande ahora mismo junto al estado de shock crónico que tengo, ¿me habrán borrado la memoria? No, ¡no! Las armas de ondas cerebrales capaces de hacerlo, conocidas como Ji Okán, están prohibidas por decreto del Ogiso desde la época de mi abuelo, era imposible que alguien tuviese una de esas considerando las enormes precauciones que el actual Ogiso, Jelani, ha tomado para evitar su uso, solo la guardia real puede portarlas y no veo ninguno a los alrededores.
Al secarme bien las lágrimas, me doy cuenta que son los guardias de la ciudad y sus habitantes que estaban peleando entre ellos, ambos cometiendo el crimen peor visto en todo Amani: matar al prójimo. Me gustaría saber qué es lo que está pasando, pero no me podía quedarme plantado donde estaba, era un milagro que no estuviese herido, debía encontrar algo con que despegar mis piernas del suelo, debía de haber un removedor de adbara por algún lado. Tomé un palo que estaba cerca de mí y con él removí algunos escombros y objetos, a ver qué encuentro: comida regada, pedazos de cristal y cerámica, y una llave de orun, nada que me sirva para remover las agujas de adbara. Aún así, tomé la llave. Si salgo de esta, podré escapar volando en unas alas de orun que veía a la distancia.
Ha pasado no más de unos pocos minutos en este infierno. Ja, ja. Esa palabra ya no se usa aquí desde hace casi un milenio, solo sabemos que significa un lugar muy malo. Un guardia de los que estaban peleando dirigió su mirada hacia mí. Tenía piel oscura, un cuerpo algo esbelto, el rostro cubierto de sangre y un ojo menos por alguna herida. Algo me parecía familiar en él, pero no podía reconocer su rostro con toda la sangre. Aquel hombre abrió una bolsa de alafo que tenía consigo, de esas en las que puedes entrar hasta mil objetos y no se llenarán, pues todo lo que entres será transformado en adbara, guardado bajo un código.
De la bolsa sacó un objeto que a distancia no podía reconocer. Su rostro comenzaba a cambiar a uno más agresivo y temía que fuese un arma. El guardia lanzó algo a mi dirección, cerré los ojos en temor de que mi vida se acabaría allí, sin embargo, algo tocó mis pies, no podía abrir los ojos del miedo, pasaron unos segundos hasta que tuve el valor de ver que me habían lanzado. Era un removedor de adbara que al tocar mis pies quitó las agujas que me tenían atrapado, ya me podía mover.
Aquel guardia estaba riéndose como loco ante mi reacción, como si de alguna forma eso que acababa de pasar lo calmara ante la situación actual. Luego, con un gesto de mano y una sonrisa, hizo la señal de «o dabo», que en la lengua antigua se traduce como adiós, y se volvió a adentrar en aquel conflicto hasta perderse de vista. ¿Lo conocía de algún lugar? Espero que encuentre sabiduría en el Kupatwa wa Jua, después de todo le debía la vida.
Guardé el removedor de adbara en mi bolsillo y corrí hacia una de las alas de orun tiradas en una esquina del lugar, algunas estaban derretidas o en pedazos por las flechas de luz y los cañones de plasma, afortunadamente la llave funcionó con una de las que estaban intactas. Me senté, la encendí y comencé a elevarme de la tierra. Irónico que hacía unos momentos estaba pegado al suelo y ahora volaba como un ave. Al llegar a una altura considerable y ver desde arriba la horrible escena debajo de mí, supe en qué lugar me encontraba en la capital. Es la plaza de Iloorun, donde se celebran los más grandes festivales de todo Amani: la coronación de cada Ogiso y la lectura del libro escrito por nuestro primer Kupatwa wa Jua, interpretado por Oré, el actual Kupatwa wa Jua, quien usa libros de papel real y no hololibros para sus lecturas y enseñanzas.
Entre toda la sangre y cadáveres, pude notar que había algo de decoración en el suelo, al parecer si habían estado en medio de una celebración y algo terrible había pasado, pero no podía distinguir qué. Había guardias atacando a civiles que escapaban. Por igual, guardias peleando contra guardias y civiles contra civiles. No entiendo nada, pero mi expresión de ignorancia cambió a una de terror al ver que había más adelante, en el altar ceremonial. Nuestro Kupatwa wa Jua estaba clavado en la pared con la lanza de Ina, la que solo puede portar el Ogiso, y así era, veía a nuestro Ogiso parado frente al cadáver. Había matado a la única persona que lo doblegaba en respeto, nuestro sumo sacerdote, sabio, chamán y científico, el trigésimo séptimo Kupatwa wa Jua.
Así como el Ogiso era el rey que dirigía y dominaba sobre nuestra nación de Amani, el Kupatwa wa Jua era nuestro guía espiritual, aquel que nos enseñaba los secretos de este mundo, el de abajo y el que está después de la muerte, así como la ciencia y las artes de creación de nuestra tecnología, pero sobre todo era quién mantenía el concepto de paz dentro de cualquier conflicto. Era gracias a cada uno de ellos que Amani nunca se había envuelto en pugnas como esta desde hacía más de un milenio, cuando la guerra de ascensión de la Kuruka en el primer año de esta Era.
La guardia real estaba protegiendo al Ogiso, ellos le eran fieles hasta la muerte, ya con su presencia pude confirmar que habían borrado mi memoria, pero ¿yo formaba parte de este crimen? No lo sé. Al ver la fecha del gran calendario holográfico en la plaza, determiné que habían eliminado de mi cabeza casi 7 años de mi vida. ¿Qué habrá pasado en todo ese tiempo? Ahora mismo ya no sabía qué debía hacer o de qué lado estaba.
Desde aquí arriba, pude ver todo lo que pasaba en la plaza, todos estaban concentrados en la batalla, nadie se había dado cuenta que estaba volando, no tenía tiempo de lamentar mi pérdida de memoria, tenía que salir rápido antes de que acertaran un rayo de plasma hacia mí cabeza. Sentía que algo me detenía, algo que debía de hacer. Vi de nuevo al guardia que me había salvado hacía unos minutos, se montaba en un ala de orun frente a la entrada del camino que va al palacio. Me indicó que lo siguiera con un gesto de la mano… Llegamos hasta la parte trasera del palacio real. Unos sirvientes vestidos de blanco parecían esperarnos. El guardia y yo aterrizamos, al desmontarse, de la bolsa de alafo, sacó un pequeño dispositivo. Al desactivarlo, el guardia cambio su apariencia, aquel rostro y vestimenta no era más que un «holograma ambulante» usado por algunas personas para ocultar sus imperfecciones físicas o, también, por los niños para jugar. Aunque nunca había visto un modelo que cubriera todo el cuerpo, mi expresión cambió cuando noté que aquel individuo era un príncipe de la realeza, el hijo mayor del Ogiso. Me arrodillé en señal de respeto, no sabía que estaba pasando, pero al menos tenía a alguien que quizás respondiera mis dudas, pero antes de que pudiera decir algo, él se acercó a mí y, poniendo su mano en mi hombro, dijo:
—Deja las formalidades, de verdad me entristece que no me recuerdes, pero me alegra que estés bien. Sé que no sabes ahora mismo quién soy, solo recuerda que eres el único amigo verdadero que he tenido y por eso quiero que te salves.
No entendí. Ni siquiera sé cómo me había hecho amigo de un hijo del Ogiso. Estaba aún más confundido. Llegamos a la entrada y todos los sirvientes se postraron ante el príncipe en señal de respeto, también hicieron lo mismo conmigo, ya a ese punto todo era nuevo para mí. Mientras nos dirigíamos a algún lugar por un estrecho pasillo seguidos por los sirvientes, aproveché el momento para preguntarle:
—Señor…
—Nada de señor, ya te dije que de todas las personas que conozco, tú eres quien menos formalidades debería de usar conmigo, salvo de mi esposa y mi padre. Llámame Amanu, como siempre, además de que tú eres el nuevo… o ibas a ser el nuevo… bueno… es algo complicado de explicar…
—¿Sabes quién me borró la memoria, Amanu?
—Es mejor que no sepas nada de eso por tu propio bienestar —me respondió un poco nervioso—, si no recuerdas la amistad que tienes conmigo y con Ayo y mi esposa desde hace siete años, significa que tampoco recordaras a «Eso».
—¿Eso qué? —repliqué curioso, asumiendo que la respuesta a mis problemas estaría en «Eso».
—Disculpa, el «tú» que me conoce sabe que, príncipe o no, hablo demasiado cuando enfrento emociones fuertes y, antes de que terminarás así, me hiciste jurar que no te diría nada, perdona… —respondió con algo de tristeza.
¿Fui yo quien le dijo a Amanu que no dijera nada?, ¿qué habrá pasado? Mi mente estaba dando vueltas hasta que me distraje con una enorme puerta que solo podía abrirse con comando de voz, Amani se acercó y me pidió que lo siguiera hasta un círculo que estaba dibujado en el suelo, ahí se formó un campo de fuerza que nos rodeó y separó cualquier sonido que hacíamos de los sirvientes, luego, Amanu, en lengua antigua, dijo:
—Eniti o ba darapo orun ati aiye.
El campo de fuerza comenzó a desaparecer y la puerta se abrió automáticamente dejando en visto unos escalones que bajaban a una profunda oscuridad. Amanu pidió que le siguiera, mientras los sirvientes se quedaron haciendo guardia en la entrada, les hizo un gesto de gracias y les dijo que escaparan si era necesario, aunque primero debían sonar la alarma si algo se acercara.
—Ellos son fieles. Si no hubiera sido por ellos y por ti, estaríamos peor de lo que estamos… Shayera, mi esposa, nos espera abajo, se pondrá triste cuando vea que no la recuerdas, te pediría que pretendieras que la sigues recordando ya que está a punto de dar a luz, pero sabes (o sabías) que ella odia las mentiras. Ja, ja, ja. Recuerdo la vez que nos disparó con un cañón de plasma cuando le dijimos que no fuimos al pantano de Ojiji a escondidas y Ayo se apareció aún con las botas gravitacionales puestas y un olor muy grande a sapos, casi nos mata, por suerte falló, luego se desplomó a llorar abrazándonos, nos dijo que lo sentía. Oh, estoy hablando de más otra vez.
En realidad, estaba más tranquilo con él, hablándome. Pero ¿quién soy yo para ser el mejor amigo del príncipe heredero de la nación de Amani, levantada en los cielos por la Kuruka y dirigida por el Ogiso y el Kupatwa wa Jua? Uno elegido por lazos sanguíneos y el otro nacido entre el pueblo portando la habilidad de poder hablar con el Agbaye, el universo.
Nos tomó unos treinta minutos bajar todos los escalones, solo iluminados con pequeña lámparas de adbara que parecían luciérnagas en la noche más oscura. Estábamos cansados, pero Amanu dijo que habíamos llegado, al apuntarme a una puerta dentro una sala amplia y vacía.
—Lamento no haberte podido enseñar este lugar antes, solo estaba permitido para la familia Real y el Kupatwa wa Jua al mando —me confío Amanu con rostro reservado.
Al entrar en la sala, quedé sorprendido con el espacio que nos rodeaba. Era un lugar tan grande como Iloorun, la capital. En el centro se encontraba una enorme esfera de adbara gravitacional. No hacía falta un genio para darse cuenta que este es el lugar que controlaba todo el flujo de adbara de la Kuruka.
Sirvientes vestidos de negro se acercaron a nosotros montados en unos animales de los que desconocía su existencia. Eran grandes y de aspecto pesado, con cuello largo y robusto, patas con garras de león, una boca con dientes alargados y filosos, rayas por todo el cuerpo y un solo cuerno alargado en la frente. Nunca había visto unas criaturas semejantes, Amanu se montó sobre una de ellas y me indicó que usara la otra sin jinete.
—Estas criaturas nos ayudaran a movernos más rápido. No podemos usar ningún dispositivo tecnológico por aquí, la esfera les impide su correcto funcionamiento —me explicó Amanu.
Por igual, me contó de las criaturas. Les llamaban darapos, que en la lengua antigua significa combinar. Eran bestias que habían sido usadas como armas biológicas durante la gran guerra, en el año 30 antes de nuestra era. Estas habían sido modificadas genéticamente por el Orkunrin, que en aquel tiempo estaba lleno de maldad. Cuando la guerra terminó, por la gran tormenta del Jua, y nuestra nación comenzó la construcción de la Kuruka, bajo la dirección del primer Kupatwa wa Jua, la familia real rescató personas y animales de naciones que no participaron en el conflicto, al igual que nosotros. Entre ellos, había un grupo de criaturas jamás vistas. Eran violentas, peligrosas y secretaban de sus bocas un potente veneno capaz de matar cualquier ser vivo, pero nuestro Kupatwa wa Jua sintió pena al verlas y con su gran corazón, pasó siete días y siete noches con aquellas bestias hasta domarlas. Ninguna le hizo daño o sintió la necesidad de hacerlo, con sus conocimientos preparó una sustancia que les quitó la habilidad de segregar aquel veneno. Él decía que las hacía sufrir a ellas también. Ahora solo habitaban en la reserva natural de Oko, donde nadie podía poner un pie, y aquí, en este lugar oculto, en que crían algunas como mascotas.
Estaba entretenido con la historia a tal punto, que no me di cuenta lo rápido que se movían los darapos, aun con alguien a sus espaldas. No sabía cómo montar una de estas bestias, pero al parecer, no era necesario, la creatura seguía a los otros. Pasaron unos minutos y llegamos a la entrada de un extraño domo. Frente a él, había un conglomerado de sirvientes y una persona en el centro del grupo. Era la Ayaba, la esposa del Ogiso. Amanu bajo de su darapo y se arrodilló ante ella, yo hice lo mismo, luego los sirvientes que estaban con nosotros.
—Madre, es tal como esperábamos, «Eso» obligó a mi padre a matar al Kupatwa wa Jua con la lanza de Ina —informó Amanu con gran tristeza.
La Ayaba era una mujer alta de una hermosa piel tan oscura como la noche, ni la mía se acercaba a un tono tan negro que hacía contraste con la piel blanca como el día de nuestro Ogiso, su cabello era negro y largo llegando hasta sus rodillas, tenía ropas blancas de seda fina decorada con símbolos de los astros que gobiernan nuestro mundo y en su cabeza portaba una máscara dorada simbolizando el Jua.
No podía ver su rostro por la máscara pero asumí que me observaba.
—Es una pena… ya no tenemos más opción que recurrir al plan de escape —contestó la Ayaba.
—Pero, madre —replicó Amanu con cara de pena, sin embargo, resignado, cambió de tema—: traje a Camuy, él está bien, pero…
La Ayaba camino hacia mi dirección interrumpiendo al príncipe, puso su mano en mi cabeza, podía ver sus ojos detrás de la máscara, eran de un color amarillento, que, según recuerdo, jamás había visto.
—Al juzgar por tu mirada, Camuy, me doy cuenta que no me recuerdas y que al final perdiste la memoria como todos temimos. Al menos estás bien, lo cual me alegra. Cuando Amanu supo que estabas en la plaza fue corriendo a buscarte antes que pasara la tragedia.
La Ayaba cambió a una voz más forzada y dijo:
—Es el fin de la nación de Amani como la conocemos. «Eso» causó esta desgracia y ahora lo pagará con su vida nuestro pueblo… El corazón de mi amado ya está en sus garras.
Noté como unas lágrimas sutiles salieron por debajo de la máscara.
—Entren, Shayera se alegrará de verlos —susurró.
La puerta del domo se cerró, caminamos por un vasto pasillo hasta una habitación donde había varios médicos, curanderas y sirvientes ayudando a una hermosa joven mulata que estaba en su última etapa de embarazo. Esa debía ser Shayera. Nos invitaban a entrar. La Ayaba y sus sirvientes quedaron esperando fuera de la habitación.
Shayera al ver a Amanu cambió a una expresión no muy agradable, tomó un cuchillo de adbara de la mesa de operación y se lo lanzó a él mientras le gritaba:
—¡Idiota, por poco te matan! ¡Por poco te pierdes el nacimiento de tu hijo y lo dejas huérfano y a mi viuda! ¡¿Crees que no sé a dónde fuiste?!
Amanu había esquivado el cuchillo y se había escondido detrás de mí… de verdad no era tan maduro para ser el príncipe heredero de una nación.
—Shayera querida, te pido disculpas, no te dije porque motivo me fui, pero mira a quién tienes frente a ti —replicó.
Shayera no se había percatado de mí a pesar de estar frente a ella, al notar mi presencia se alegró y con una sonrisa me dijo:
—Gracias al Agbaye que estás vivo, Camuy. Estaba muy preocupada por ti y por ese miedoso que tienes detrás. ¿Cómo está…
Amanu interrumpió acercándose a ella.
—Shayera, es mejor que no hables mucho, ya estas a punto de dar a luz, después te cuento todo —dijo Amanu.
Puso su boca cerca de la mejilla como si fuera a besarla, pero noté que le decía algo en voz baja con ella que hizo que pusiera una cara larga al verme de nuevo. Los médicos nos pidieron, al príncipe y a mí, que esperáramos afuera mientras el parto se realizaba. A pesar de tanta tecnología, por nuestras creencias aún mantenemos los partos lo más natural posible. Salimos. La Ayaba estaba sentada junto a varios sirvientes. Se paró al vernos y me solicitó que la acompañara. Amanu se quedaría esperando las buenas noticias de su hijo. Seguí a la Ayaba hasta un ascensor gravitacional, mientras descendíamos, me decía:
—Camuy, ¿de verdad no recuerdas nada? ¿Ni a tus amigos ni cómo nos conociste? ¿Ni a «Eso»?
—Todavía no sé a qué se refieren cuando dicen «Eso» —repusé.
—Lamentablemente, el «tú» que nos conocía nos hizo hacer un juramento de no decirte nada si se te borraba la memoria. Dijiste que formaba parte de tu plan para salvar nuestra nación. Dime, ¿has escuchado alguna voz en tu mente?
«¿Una voz?», pensé extrañado.
—No, no he escuchado nada.
—Eso es bueno —me respondió en un tono calmado.
Descendimos durante unos minutos hasta que tocó fondo. Ingresamos a una sala abierta llena de flores y plantas, había abejas revoloteando por una esquina y aves volando por doquier, la zona era tan grande que podía cubrir mi pueblo fácilmente y aún sobrar espacio. La Ayaba con una voz calmada dijo en la lengua antigua:
—Eniti o ba darapo orun ati aiye.
Las paredes de la sala comenzaron a abrirse como ventanas revelando el exterior y las nubes. En el horizonte se podía ver la tierra y el mar sobre los que la Kuruka había volado desde hacía más de mil años. Nadie podía salir de la Kuruka, a menos que quisiera encontrarse con una muerte atroz, ya que nuestra tecnología funcionaba con el agbara, cuyo poder era omnipotente, mas no omnipresente, solo cubría la Kuruka. Estando fuera de su rango, cualquier aparato dejaba de funcionar. Caminamos hasta el borde, todo se veía más claro. Solo nos separaba una capa de cristal de Orun. La Ayaba tocó el cristal y se quedó observando las tierras de abajo por unos minutos, luego se dio la vuelta y me vio directamente a los ojos.
—¿Acaso sabes por qué te traje hasta aquí? No lo creo. Este lugar es conocido como la cámara de Inaji, o del despertar, aquí es donde cada aprendiz de cada Kupatwa wa Jua termina su último rito antes de ser nombrado, para luego su maestro desaparecer en el agbaye. No te puedo decir mucho, pero si esto: Camuy illaq wa Jua, eras el aprendiz de Oré, el ya difunto Kupatwa wa Jua, y es momento que tomes su lugar. El Agbaye te ha elegido para cumplir con esta tarea importante.
Estaba estupefacto, y, antes de que pudiera reaccionar, la Ayaba se quitó la máscara revelando un rostro que parecía nunca haber envejecido, para luego arrodillarse frente a mi tocando con una mano el corazón que representa la tierra y con la otra la cabeza que representa los cielos.
—Solo Oré podía hacer esto, pero por su orden y, con lo que me enseñó, tengo el honor de nombrarte el nuevo Kupatwa wa Jua. Entiendo que perdiste todos tus años de entrenamiento, pero eso no significa que no estén impregnados en ti.
»No debo decir cómo fue borrada tu memoria ni la razón específica de los eventos que presenciaste recientemente, pero si te puedo asegurar que todo esto comenzó hace varios años. Y este plan, con el tú que nos conocía, junto a Amanu, mi hijo; Shayera, su esposa; Oré, tu maestro; Ayo, el guardia real y yo, la Ayaba, ideamos para salvar esta tierra que surca los cielos con toda su flora, fauna y habitantes.
»La respuesta que me diste anteriormente, de que no escuchabas aquella voz, es prueba de que olvidaste tu habilidad de cómo escuchar al universo o Agbaye, pero también significa que ya no estás más bajo la influencia de «Eso», aquel ser que llenó de maldad la mente de mi esposo y hacía lo mismo contigo, al ver que ya no tenía más poder sobre ti recurrió a otro plan… Espero que entiendas que aún tienes posibilidad de recuperar tus recuerdos si tratas de descubrir los años perdidos, pero te pido que no lo hagas, si logras de vuelta algo de tu memoria te convertirás en el títere de «Eso».
La majestuosa mujer se paró frente a mí y habló en un lenguaje que nunca había escuchado, entonces se abrió una pequeña compuerta en el centro de la cámara y de ella salió un pedestal con una jarra antigua en su tope.
—Toma del líquido que está en la jarra y tu último rito de iniciación comenzará. Buena suerte —me dijo la Ayaba.
No dudaba de ella, todo lo que dijo me sorprendió hasta mis entrañas. En ningún momento hablé, todo mi ser sentía que este era mi deber, así que me acerqué al pedestal, tomé la jarra y bebí de su contenido. Al principio sentí un sabor dulce como la miel. Luego, cambió a uno horrible y pestilente, a tal punto, que mi boca comenzó a oler a cadáver. Sentí un líquido pegajoso correr de mis ojos y oídos. Era sangre. De mi boca comenzó a salir espuma. Me desplomé en el suelo y comencé a sentir fuerte dolores en mis extremidades.
«¡¿Qué es esto?!».
Escuché detrás una risa no muy agradable, era la Ayaba que se acercaba a mí, se puso de cuclillas mirándome con una sonrisa macabra mientras yo convulsionaba en el suelo. Sacó de entre sus ropas una máquina holográfica, como la que tenía Amanu, y la desactivó revelando una criatura de aspecto espeluznante. No era una persona. Tenía garras, ojos de reptil y una boca enorme haciendo que su sonrisa se viera más amenazante. Sus ropas eran de color rojo y poseía una larga cola que aparentemente era más grande que ella misma. Reuní las pocas fuerzas que tenía y grité:
—¡¿Quién eres?! ¡¿Qué eres?!
—¡Oh! ¿No escuchaste mi historia? Nada de lo que te dije era mentira, salvo el potente veneno que bebiste de la jarra. Ya no habrá más interferencia de ustedes, los que pueden escuchar la voz de Agbaye. Ya podremos comenzar nuestra invasión. Si te preguntas quién soy, digamos, que lo que tus amigos se refirieron como «Eso», sería la mejor comparación que puedes hacer… y sobre la Ayaba, hace días la maté y tomé sus recuerdos.
Aquel ser concluyó con otra sonrisa horrenda. Estaba asustado. No podía hablar o mover un músculo, todo se ponía negro a mi alrededor y, lo peor de todo, era ver esa cosa subiendo el ascensor. Minutos se volvieron segundos y segundos se volvieron momentos. Todo estaba negro. No sentía dolor ni nada, ¿esto era estar muerto? Finalmente unas palabras aparecieron en mi mente, las leía claras como el agua: «GAME OVER».
Pasaron uno segundos y volví a sentir mi cuerpo, abrí los ojos y ahí estaban: Amanu, Shayera y Ayo, hablando entre ellos y viéndome enojados.
—Bueno, Camuy, esta es la última vez que eres el protagonista, ya es la tercera vez que mueres en este nivel. Yo lo haría mejor, y sabes que jugar aquí es caro —se quejó Amanu.
—¡Ja! Tú no llegarías al nivel en el que estaba Camuy, querido, no pasarías de los dos primeros capítulos —replicó Shayera.
—Es que Camuy es demasiado confiado y siempre se olvida que está en un juego, mírenlo ahora no sabe cuál es el mundo real. No sabe si este o el del juego… ¿Estás bien? —dijo Ayo.
—Sí… solo me duele la cabeza —respondí un poco desilusionado—. ¿Qué hora es?
—Son las 8:30 p.m. del planeta rojo —me informó Ayo.
—Mierda… —dijo Amanu—. Duramos demasiado en el mundo virtual, mi madre me va a matar, ya deben ser como las 12 del mediodía en la Tierra. Shayera, vámonos, tomemos el teletransportador de las 8:45, pero ya saben, si vamos a vencer la próxima vez, déjenme ser el protagonista.
—Sigue soñando, Amanu. Adiós, muchachos, hasta el próximo día que estemos todos libres —se despidió Shayera.
Mi mente aún procesaba todo lo que había pasado. Ayo y yo salimos del centro de juegos de Nuevo Quisqueya. Somos afortunados de haber encontrado un lugar como ese, los juegos inducidos están baneados en la mayoría de los países del sistema solar porque «incitan a la violencia y locura».
Aunque todos sabemos que esas son patrañas que repiten los gobiernos.
Me despedí de Ayo, tenía que tomar un teletransportador al otro lado de Marte. Yo me dirigí a la casa, mañana tenía trabajo en la bodega con mi papá y aún estaba algo deprimido por todo lo que había pasado en Iloorun. Me sentía más feliz allá que en esta realidad aburrida y superficial, donde ya nadie cree en nada que no sea la ciencia. Las religiones y lo espiritual, no son más que cuentos que nos enseñan en nuestros libros holográficos durante las clases de historia. Todos viven la misma monótona existencia desde el siglo XXI, y al final nadie se da cuenta que solo tienen una vida, vivan cien o doscientos años.
Albert de la Cruz (Francisco de Macorís, 1997).) Ilustrador, diseñador gráfico y escritor dominicano con especialización en narrativa visual e ilustración editorial y apasionado por los géneros que componen la ficción especulativa. Es cofundador de NABU Studio, compañía y colectivo creativo dedicado a todas las áreas de la ilustración y el diseño. Actualmente desarrolla el mundo de Caraya, una ambiciosa novela gráfica basada en los mitos y leyendas de la República Dominicana y el Caribe.