Por Scarlet Sánchez
Inés, la loca, se pasa todo el día en el balcón. En la sala tengo un cojín y desde ese rincón, a veces la veo en el sofá o de pie, pero siempre apunta el dedo al aire, abre la boca y empieza una perorata incomprensible en la que permanece hasta el amanecer. No solo realiza un monólogo, sino que también muge por el apartamento y golpea las puertas. Otras veces, amenaza que su hijo, que vive en Suiza y tiene doce años que no la visita o llama, vendrá a vengarse por la hostilidad con la que la tratan en el residencial.
No es el hambre que tengo, son sus insultos y las maledicencias a los vecinos lo que está a punto de quemarme las orejas. Cubro mis ojos con las patas, por la vergüenza que me da que los otros gatos del condominio se enteren que vivo con Inés, la vecina loca.
Mi mamá vivió con ella desde que era una minina hasta que falleció entre sus piernas. De hecho, aunque borrosa, fue su silueta lo primero que divisé cuando nací.

Esa loca, sin embargo, había sido llamada doña Inés por los vecinos, quienes, además, le traían flores de sus jardines para que esta adornara la mesa del comedor. Venían a tomar café con galletas de avena que horneaba ella misma, y, por supuesto, nos compraba más comida de la que necesitábamos mi mamá y yo, incluso, cocinaba pescado y nos ofrecía gustosamente algunas sobras. Su hijo, según sé, le paga todos los servicios y vino a visitarla una vez, antes de que yo naciera.
Cuando Inés sale de sus momentos de letargo, anda toda inquieta hablándome, insiste en que ando sucia y que he llenado de pelos los muebles.
—Lulú, gata estúpida. —La miro desconcertada por el insulto—. ¿Por qué te has orinado en la cocina?
Maúllo tratando de responderle que yo tengo mi caja de arena y que, a diferencia de ella, no se me ha olvidado usarla.
No miento si les digo que a veces creo que si fuera un perro, pudiera soportarla un poco, acariciarla cuando tenga una crisis, buscarle su comida y tirarle una pelota para que se entretenga. Pero no, soy una gata, y aquella interacción con una idiota me parece horrible, sucia e innecesaria. Total, no la voy a sacar de su locura, así que la dejo vagando descalza con los pies grises por el polvo del piso. La veo intentar arreglar las puertas de la despensa que ya están en el suelo por todos los golpes que ella les ha dado.
He aprendido a buscar mi alimento. No es que lo ratones sean mi predilecto, pero no me queda más remedio que examinar su anatomía y matarlos. Los observo, huelo sus intenciones y sus posibles pasos, me muevo con ligereza y le clavo mis garras para que no puedan moverse, disfruto el cómo se sienten mis uñas entrando a la piel de esos animalitos, cuando se detienen, siento sus corazones acelerados y eso me emociona, como si mi respiración se agitara y las venas se me pusieran calientes, clavo mis afilados dientes en sus vientres y empiezo a saborearlos como si fueran el pescado que me daban antes.
Me degusto su cuerpo desde la oreja hasta la punta de los pies.
—Lulú, Lulú —me llaman, pero no sé quién es.
Un vecino empujó violentamente la puerta y lanzó un grito de horror al ver el mar de sangre que salía de la cocina.
Scarlet Sánchez (1990, San José de Ocoa). Abogada, periodista y locutora con un Máster en Alta Gerencia Pública de la L’ENA, Francia, y una especialidad en Gestión de Gobierno por la Universidad Camilo José Cela, España. Fue coordinadora del Taller Literario Narradores de Santo Domingo en el 2022. En el siguiente año, publica su primera novela infantil Castel Blanc. Los guardianes de la luz.