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Dios no da pena sin socorro

by Redacción

Por Jhak Valcourt

Por primera vez Nadia sintió que su cabeza no le pertenecía, ni su espalda tan ancha para carga tan pesada. Cierto que no sabía ser madre, pero tampoco estaba lista para perder a un hijo. Día tras día, el bebé en un brazo, y Juancito agarrado a una de sus piernas, como a un tronco, ella acudía desesperada al Departamento de Policía.

Enfurecida por la impotencia, se clavaba en un banco al que algunos agentes, cansados de ella, empezaban a coger desprecio. Ya nadie se le acercaba. Quizá no supiera de matemática, pero sí que aquella distancia sumada a aquel silencio multiplicado por esas caras de ya-no-nos-molestes-más-con-tu-caso era igual a todo-está-perdido. Hay casos que a veces provocan que los policías se arrepientan de ser policía. Aquel no era una excepción.

Pronto, Nadia descubrió que Juancito y el bebé le impedían alborotar en la comisaría a fin de que la tomaran en serio. Así empezó a dejarlos en casa. El barrio donde vivía conocía su pasado y su curriculum vitae era repulsivo y mal visto, por lo que no podía pedir a nadie que echara un vistazo a los niños. Antes de salir, cocinaba un arroz de mala muerte y dejaba leche en dos biberones. Le enseñó a Juancito a prepararla, por si acaso se acababa, y los encerraba con candado.

La insistencia, la desesperación y los gritos de Nadia provocaron compasión y la búsqueda se reinició con desgana y despertó, también, muchas molestias entre los policías.

Una mañana, tras la llamada de un oficial, que afirmó haber encontrado a Elía y que se requería de la madre para confirmar que era él, Nadia salió disparada hacia la comisaría. No puso candado en la puerta ni tampoco cocinó porque sabía que pronto iba a regresar a casa con su hijo, cocinaría para todos y juntos comerían en familia para celebrar el milagroso retorno. No obstante, en la cabeza de seis años de Juancito, su mamá había salido, como todos los días, para regresar por la tarde con la cara demudada y lágrimas en los ojos; así que dedujo que ese día le tocaba cocinar.

Efectivamente, cuando Nadia llegó a la comisaría reconoció enseguida a Elía, aunque fue solo por instinto de madre porque había perdido toda constitución de ser humano: la mugre se le pegaba en todas partes, el hambre se le adhería al cuerpo como garrapata o, mejor dicho, como cuscuta. Mas eso no impidió que Nadia corriera hacia él y lo estrechara entre frases de éxtasis sin saber que, justo en ese momento, Juancito acababa de poner un caldero sobre la estufa para cocinar el arroz de mala muerte, dejando abierto el tanque de gas para preparar leche a su hermanito. Cuando terminó, le entregó el biberón, buscó el encendedor, caminó hacia la estufa y la encendió.

***

Nadia (veintiocho años y recién parida) había sido prostituta. Cuando nació Juancito decidió cambiar de profesión, para ofrecer una vida mejor (lo que ella entendía sobre una vida mejor) a sus hijos. Nadia no sabía ser madre: nadie la enseñó, pero lo intentaba; por lo que en vez de cariño daba golpes; cuando los niños le arañaban los nervios, o, incluso, cuando era la vida que lo hacía, daba golpes. Quizá los golpes fueran para ella una forma de expresar y dar cariño. «M’má, ¿por qué nos pega’ siempre?», le solía preguntar Juancito. Elía, de diez años, era demasiado adulto para preguntas tan ingenuas. Nadia no contestaba. Nunca pudo decir el porqué. Pero en el fondo, sabía que lo hacía por no haber podido encontrar a su madre ni a su padre y mucho menos a Dios para pegarles por el destino que se le asignó. Entonces lloraba. Les pedía perdón a los niños y los abrazaba. Todos los días era así.

Por las noches, Nadia freía maíz. Enfundaba palomitas. Lavaba, para poder salir a vender durante el día mientras Elía cuidaba a Juancito.

Pese a la vida dura, Nadia nunca se quejaba. «Uno se queja de lo que no está acostumbrado», decía siempre. «Además, la miseria ya es rutina y las rutinas nos ayudan a estar vivos, a no hastiarnos de la vida».

Años atrás, Nadia había entendido que una vida mejor para sus hijos incluía enviarlos a la escuela; ella había pensado que, si de veras Dios había hecho para cada quien una «costilla» idónea, debía encontrar la suya. Así, la ponchera de palomitas de maíz ayudaría por un lado y su pareja lo haría por el otro. La idea no le pareció mala. Basándose en tal razonamiento le hizo caso a Pablo, chofer de moto, que llevaba meses cortejándola.

Al principio, todo anduvo bien. Pablo la convenció de quedarse a vender las palomitas en casa (lo que prácticamente equivalía a la ruina de su negocio), para que ella pudiera cuidar a Juancito y también, de esa manera, Elía pudiera empezar la escuela. Sin embargo, cuando Nadia quedó embarazada, Pablo le echó en cara que él no era el padre. «De ser puta no te sanarás nunca», le escupió y se marchó del cuchitril donde había venido a vivir con ella.

Nadia siempre tuvo la espalda lo bastante ancha para cargar con desgracias. «Dios no da pena sin socorro», solía decir en un mar de lágrimas, «por eso me dio la espalda tan ancha». Infinitas veces pensó en el suicidio, mas no quería morir dejando a sus hijos a merced de la vida, ni tampoco tenía coraje para matarlos primero antes de matarse ella; aunque varias veces lo pensó. Tras la partida de Pablo había vuelto a su negocio de palomitas. Pero después de dar a luz no pudo salir a vender y Elía volvió a ser el «padre» de la casa. Salía todos los días, con el primer saludo del sol, con su ponchera sobre la cabeza. De regreso, todas las tardes, debía recorrer dos kilómetros en busca de agua, bañar a Juancito si a su madre las indisposiciones de parturienta no se lo permitían, cargar al bebé cuando Nadia cocinaba o cocinar él mismo cuando los malestares la mantenían en cama, y luego ayudarle a empacar palomitas para el día siguiente. Su lema era nunca regresar sin haberlas vendido todas. La experiencia le había demostrado que lo contrario no era buena opción para tripas enfadadas. Aprendió a ser hombre muy rápido, a cuidar de su madre y de sus hermanitos. «No te preocupes, mamá», decía cada vez que la sorprendía llorando. «Yo siempre cuidaré de ti y de mis hermanitos. Ya no llores».

Un día, salió a vender más temprano de lo habitual: tenía más palomitas de lo que solía, por lo que duró más tiempo en la calle y se internó en barrios que nunca había recorrido. Caminaba con la atención erguida de los ciegos, a pasos mesurados y con los oídos bien agudos. A las siete, hora en que solía estar en casa, aún merodeaba las calles esperando la ola de gente que estaría en «libertad condicional» de los trabajos, para vender las pocas que le quedaban. «Debo venderlas todas», pensaba, «así haré feliz a mi mamá y no llorará». A las siete y treinta, había vendido casi todas. De regreso a casa, al doblar por una esquina oscura, muy contento, con su ponchera sobre la cabeza, pensaba en las cosas que le contaría a su madre, las nuevas calles que había descubierto… Pero apenas se dio cuenta cuando dos sombras se le arrojaron encima. Enseguida una mano le apretó la garganta y lo alzó del suelo. Aunque trató de no pensar en eso, recordó las tantas historias sobre fantasmas que le habían contado en la escuela. El miedo le latía en los pulmones y en las venas y le dilataba el esfínter…

—Tate quieto o te matamos —le gruñó una voz—. Eso. Buen chico.

Lo soltaron.

—¿Qué llevas ahí? —le dijo otra voz.

—Palomita de maíz.

—¡Palomita de maíz! —le hicieron eco, mirándose con burlona sonrisa.

Elía temblaba y hablaba sin comprender lo que decía.

—Sí, ¿quieren comprar? Son a diez pesos. Solo me quedan cuatro.

—¿Con esta hambre quién no querrá comprar, menol? ¡Danos las cuatro!

—¡Tomen!, hacen cuarenta pesos —la voz le temblaba.

—Al parecer la venta estuvo buena hoy, ¿eh? ¡Las vendió todas!

—¿Dónde está el dinero?

—Ustedes son los que me deben. Son cuarenta pesos.

—Te pagamos horita, menol. Ahora danos el dinero.

—Pero…

—¿Tú quieres morir ahora, menol? —le gritó uno, mostrándole un cuchillo.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó el otro.

—Elía —empezó a llorar.

—¿Tú quieres morir ahora, Elía? —reiteró el primero.

Elía negó con la cabeza mientras rezongaba: «Pero igual mi mamá me va a matar». Ellos no escucharon.

Una patrulla de policía rondó al otro lado de la calle.

—Si abres la boca estás muerto, Elía. ¿Oíste?

Los policías recorrieron la zona con una rápida mirada. Los jóvenes le acariciaban la cabeza a Elía, que no dejaba de temblar.

—¿Ves? —dijo un policía al ver la escena—, ¿qué te dije?, ¿no te dije que iban a volver hoy?

—Y eso que anoche llevamos presos a algunos para asustarlos.

—Te gané. Págame mi apuesta.

—Esos carajitos no aprenderán nunca. ¡Vámonos!

Aceleraron y se fueron.

—Por favor… déjenme ir. No me hagan dañ…

—¡Danos el maldito dinero o sí que te haremos daño!

—¡Danos el maldito dinero, coñazo! —se desesperó uno, dándole un coscorrón en la cabeza.

Llorando, Elía entregó el dinero. Los jóvenes se fueron corriendo y carcajeando. Elía se acurrucó en la esquina, la cabeza entre las rodillas. No sabía si dirigirse a su casa o seguir otro camino. Lo primero le infundía una angustia terrible y lo segundo incluía el saber dicho camino. Y no lo sabía. Todo estaba oscuro y temblaba de miedo: tanto por la oscuridad como por la paliza que iba a recibir; además, él tenía conciencia de que no aguantaría ver a su madre y a sus hermanos morirse de hambre por su culpa.

Se levantó, recogió la ponchera, se puso a caminar sin pensar hacia dónde iba. La noche le parecía vacía y enorme. Un viento helado le taladraba los huesos. Cuando sus piernas comenzaron a desfallecer de tanto caminar, sin saber qué hacer ni qué pensar, se tiró en un rincón. El sueño, como pájaros que huyen de la lluvia, se guareció bajo sus párpados, quizá le trajera alguna solución.

***

De regreso con Elía, Nadia encontró la casa abrasada y rodeada por un reguero de gente, entre ellos bomberos y policías a quienes nadie pudo explicar con exactitud cómo sobrevivieron, sin la mínima quemadura, los dos niños que se encontraban dentro.

La investigación que Conani[1] llevó a cabo en el barrio recopiló los siguientes comentarios: «Es una loca, a ella hay que quitarle los niños»; «es una prostituta, ¿qué vida puede ofrecerles a esos huerfanitos?»; «si no quieren que esos animalitos terminen muertos mejor llévenselos»; «es una mujer de mala fama, les harían un gran favor a esos niños si se los quitan»; «si hubiera justicia para esos niños presa deberían llevarla…»

Y así le quitaron los niños a Nadia. Desde entonces deambula cabizbaja por las calles de Santo Domingo, murmurando frases sin sentido sobre niños muertos, niños desaparecidos, niños robados, que nadie entiende; recoge en las basuras muñecas sucias, estropeadas, y cuando no, recoge trapos y otros materiales y se las fabrica con la esperanza de que, quizá, ese mismo Dios que le proporcionó una ancha espalda para sus penas, les sople en las narices un aliento de vida.


[1] Consejo Nacional para la Niñez y la Adolescencia.


Jhak Valcourt (Norte de Ayití, 1992). Escritor, traductor, artista plástico, gestor cultural y docente. Autor de la novela El vaivén de las horas (1ra edición, Santo Domingo, 2021; 2da edición, Sultana de Lagos Editores, Venezuela, 2023); y del libro de cuentos Grietas (Santo Domingo: Luna Insomne Editores, 2022). Ganador del tercer lugar del Premio de Cuentos Juan Bosch 2019, organizado por la Fundación Global, Democracia y Desarrollo con el cuento «Quiero vender este reloj», antologado en Malas palabras y otros cuentos (Santo Domingo: Editorial Funglode, 2020). Al igual que obtiene mención de honor en el XX premio de cuentos Alianza Cibaeña, 2023. Además, ha sido dos veces segundo finalista del Poxeo Literario, organizado por Anticanon y el Centro cultural España (2018 y 2019).

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