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El cuarto del bochorno

by Redacción

Por Ivan Payano Tejada

¡Déjeme salil, señol!

Tranquila, Morena. En ningún lugar estás más segura que aquí.

La gruesa puerta de madera se cerraba tras él y ella miraba por encima de su hombro, sabiendo que el mundo se extendía más allá de ese estrecho pasillo.

¡Pol favol, señol!

Ven a comer y no te preocupes por na`.

Inopinadamente se sentó en el borde de la camita, sosteniendo el plato con la bandera, dio una palmadita en el colchón invitándola. Acuérdate que ahora no se puede salir, ¿quieres contagiarte? Eso es un lío ahí afuera.

¡Quielo vel a mi familia!

Cuando todo esto pase, podrás ir. Pero ahora no se puede, come, ven. Mira que comidita te traje. Con una actitud adusta, se limpió un poco de la salsa de habichuelas en la toalla que llevaba alrededor del abultado vientre, con la hendidura justo en área de la entrepierna, se le veía el pene enrollado sobre sí mismo, como un sacacorchos contraído por la vergüenza.

El viejo abanico, incrustado en la pared, no daba abasto para paliar la bochornosa situación. Ella se mantenía alejada del Señol, en el otro extremo de la pequeña habitación clareada con cal y sin ventanas. El espacio se mantenía casi todo el tiempo en treinta grados centígrados y, por momentos, la libido aumentaba la sensación de calor. Como queriendo hacerla sentir con algo más de confianza desvió la mira; con la escasa luz que escupía un bombillo de bajo consumo pudo ver el cuarto; parecía el refugio de un escritor que hubiera enloquecido por exceso de lecturas: lápices y libros tirados por el piso, un cuaderno con un dibujo de Papá Cándelo, una Biblia decrepita sobre la mesita de noche, abierta en el Deuteronomio con un subrayado en rojo: No codiciaras la mujer de tu prójimo. Como si se burlara, el vetusto soplador soltó un chirrido parecido a una risita burlona.

Tienes que ir al supermercado. Se están acabando muchas cosas. Tenemos casi un mes aquí trancandos.

¡Tú tu’ ta loco! Yo pa’ allá fuera no voy. Sal a contagiarte tú.

No seas bruta, solo tienes que cuidarte. No pegarte de nadie y andar con tu mascarilla. Tú sabes que yo quiero a mi mujer.

Sí, me adoras. ¡Cómo el burro a la carreta! Ve tú.  Bien me decía mi madre que este hombre era malo.

¿Qué lo que ta’ resongando ahí? Por las buenas todo se consigue, pero por las malas…

La mujer bajo la cabeza, sabía que una vez más había perdido la batalla, siempre se decía que en la próxima vencería, mas se convertía con facilidad en una Mamá Tingo resignada.

¡Cuando termine de cocinar me voy!, dijo la mujer con sorna

Él se fue a disfrutar del dolce far niente junto al televisor, en compañía de sus queridos Malboros rojos. El vapuleado mueble gritó: craaaccc. Ante la envestida de aquel rinoceronte humano. ¡Deja eso cigarrillos, no’ va’ matar con ese bajo!

Lo que jiede es el gas, mira ver si se ta’ acabando. En la engrasada cocina ella siguió preparando la bandera y por poco no lo consigue. El gas se acabó justo cuando iba a apagar el arroz.

¡Se acabó! Gritó, mientras él replicaba: ¡Llévate el tanque!

Sirvió la comida como en un trance, sabiendo que sus salidas eran seguidas de episodios de lujuria y desenfreno que la dejaban noches sin dormir, mientras él dormía a moco tendido. Introdujo el dinero en un pequeño monedero y se terció el tanque de veinticinco libras a la espalda. Se fue.

Decidió no comer y aprovechar el tiempo en que se buscaban las provisiones. Tomó el plato. Se detuvo delante de la puerta, algo en el interior lo detenía. Su pecho se aceleró inopinadamente, se arriesgaba a entrar en un territorio que le exigiría fortaleza, más de cuerpo que de espíritu, ese cuerpo que a base de excesos de alimentos lo había privado de muchas cosas, más una vez que su imaginación y los recuerdos halaron del gatillo, no pudo detener el plomo que le quemaba el reducido rebenque. Al tratar de introducir la llave, la falta de práctica en introducir cosas, las hizo caer. Cuando se agacho vio el pequeño agujero de ratón que adornaba la esquina de la madera y se juró, nuevamente, que pronto lo taparía, como el agujero lo aprieta bien el ratón se siente bien alegre, masculló. Volvió a lo suyo y al abrir la puerta la morena se incorporó de golpe con las pupilas empequeñecidas dentro de las hinchazones que tenía para ver el mundo.

No quiso sentarse en la cama. El balanceó una pieza de carne en la punta del tenedor y se lo acerco, pero eso no tuvo efecto. Ella sentía como sus manos se movían fuera de su decisión consiente. El bochorno de ese aliento a fiambres y el olor a descuido que expulsaba sus axilas, añadido al calor y la segura arremetida que se le avecinaba, era una carga que sus nervios no podían disimular.

 Así y con toda la bravura que pudo reunir ella resistió, pero tenía poca fuerza para alejar aquella mole de su círculo de intimidad.

Morena linda si me vuelves a dar lo que me gusta, ahora si te dejo ir, comentó chasqueando la lengua y dejando aflorar sus carcomidos dientes, como si la proyectará por debajo de una mascarilla.

¡Déjame il, señol!

Ya te dije, le espeto, mientras acariciaba un pelo que distaba kilómetros de ser lacio, con ese cuerpazo tendrás hombres atrás donde sea y un buen polvo al año no hace daño.

Ella parpadeaba sin parar, tranquila, dijo, seré más tierno ahora. Solo quiero que me muelas mi cachimbo con ese cocomordán.

Se reclinó un poco en la cama y se autoacariciaba. Arriba y abajo,  tratando de levantar el moribundo obelisco. Ven, dijo, si gozo, serás libre.

Haciendo un esfuerzo se acercó a él; las rodillas le temblaban y tenía humedades en los ojos y la nariz. Era cuerpo de futuro conteniendo un corazón de pasado, una Desdémona de ébano ante un Otelo fofo y que apestaba a tercer mundo. Entre aquellas manos ásperas se sentía como una muñeca de vudú mal cocida. Una mujer pegada con esparadrapos que estaban a punto de romperse. Mientras la besaba sentía como esos labios carnosos temblaban y eso lo convertía en un amante que se sentía falsamente deseado.

Metió la lengua en su boca y ella sintió que se ahogaba ante un torrente de carne y liquido gelatinoso, como una medusa que navegara en un mar de dientes. Tomó su mano y la llevó hasta su gruesa tripa en estado de flacidez, ella movía aquella mole contraída con el mismo interés con que le soplaría las moscas a un gato muerto. Al percibir que eso no lograba invocar a Príapo, las ásperas manos descorrieron la pequeña bata que cubría su cuerpo, en definitiva, sintió el llamado de la naturaleza cuando sus manos subieron desde la parte trasera de sus mulos hasta la firme redondez que se elevaba al final de su espalda. Clavo sus zarpas en cada curvatura y se regodeó al sentir la firmeza del apretón que ella les dio. Mami dame ese bochorno. ¿Qué jeso? Preguntó ella, ¡Qué sé yo!, e’ como algo caliente… creo yo, así como el chocho tuyo.

Soportaba su peso cual Atlas femenino sosteniendo un globo de carne fofa. Necesitaba abrir desmesuradamente las piernas para dejar espacio a toda esa circunferencia. Pensaba en su libertad y eso hizo prender fuego a su pelvis. El Señol se movía y sudaba, varias gotas cayeron en sus senos y se dijo que era momento de terminar con aquella tortura. ¡Yo aliba! Dijo, segura de que su oportunidad había llegado. Le metió una almohada bajo las nalgas para que el vientre resbalara hacia el pecho y dejara más espacio para la maniobra.

Introdujo el cuerno, que ya había adquirido cierto volumen, en el agujero del ratón. Se lo trago con algo parecido a un mordisco y comenzó a apretar suavemente. Sentía la forma exacta de la pieza dentro de ella, ajustaba como un guante. Empezó a subir lentamente y él sentía el placentero tirón, la succión llenaba de más sangre al muñeco. Al llegar justo al glande se detuvo, apretó de nuevo y la operación comenzó en sentido contrario. El Señol aspiraba con la boca abierta y los ojos apretados. Un largo uffff salió de la cueva parlanchina del hombre.

No quería excitarse, pero el sentirse dueña de la situación lo hizo lubricar bastante, en el frenesí se sorprendió chupando uno de los pezones de las enormes tetas del Señol. Él descubrió por primera vez que tenía sensibilidad en lo senos, una oleada eléctrica le recorrió la espalda. Bien me decía mi madre que las negras eran mejores, masculló. No tenía protección, no quería descargar en ella la avalancha que sentía venir, pero el cuerpo no le respondía. Derramó todo aquel líquido dentro del agujero, aunque hubiera querido negarlo, aunque hubiera querido no sentirlo el calor del semen llenó su vagina con un dulce cosquilleo, mientras él sentía un estirón inusual en las piernas, como si esa leche se ordeñara directamente de los huesos. Cuando el cuerno empezó a encogerse él sintió como el líquido resbala por sus testículos y llegaba hasta su ano, sintió una tibieza agradable que le hizo jurar por todos los Moulin Rouge del mundo que nunca se alejaría de esa morena.

Con los pulmones esforzándose como los de un maratonista, él comenzó el proceso de volver a la realidad.  Ella se sentó en el suelo junto a la cama, abrazando la esperanza de salir, satisfecha de su labor. Él se sentó, justo al borde de la cama y tomó los cigarrillos. El humo le molestaba, entrecerrando los ojos pensó que era una experiencia irrepetible la que había experimentado, pero para desgracia de ella él lo intentaría de nuevo en otro momento.

¡Aola lo que me dijite!

¡Tranquila eso se viene! ¡Ji!

Lo blanco de sus ojos quedó al descubierto al abrirlos como las luminarias del cielo.

¡Ningún venil, coño! Tú decil que…

¡Paf! Como un gran profeta, la bofetada dejo claro la venida del Señol.

¡Deglaciao!

Cuando pudo recuperar el dominio de su cara sus ojos habían perdido todo brilló, las pupilas justo en el centro no parecían mirar a ninguna parte. Él tenía la experiencia de ver en los ojos de drogadictos de poca monta ese pequeño aviso del cerebro que decía salí a comer, del rostro que tenía en frente colgaban dos grandes letreros de neón que anunciaban: Me fui para siempre.

Una súbita oleada de pánico le recorrió la espina dorsal, se agachó para tomar la toalla que rodaba por el suelo. Ella aprovechó el momento, poco más de una segundo, para tomar el tenedor y clavárselo en la base del cuello, justo en la vena aorta. Su rostro, como si atravesara una carretera mal pavimentada, fue salpicado por gotas de color escarlata que le hicieron probar el regusto de una nueva sangre que le era ajena.

Tratando de cubrir el manantial que borraba de él, camino tambaleante hacia la puerta, traspaso el umbral y con la mano libre pudo cerrarla. Ese pequeño esfuerzo adicional le nubló por completo; cayó de bruces en el pasillo. Su gran cuerpo fofo parecía agrandarse a medida que la mancha escarlata crecía.

Cubriéndose el apaleado rostro probó lo salobre que emanaba de sus ojos. En un conjunto de sales que le hicieron pensar en un conjuro que involucraba la libertad del mar.

Rezongando la mujer entró por la puerta de la cocina y depósito las dos fundas sobre la mesa y el tanque al lado de la estufa. Resoplando como un jinete sin caballo comenzó a instalar el gas, quería terminar con eso para luego guardar los comestibles y descansar. Cuando terminó de colocar el regulador se apartó unos cabellos de la frente y al girar la cabeza vio al fofo de su marido tirado en el suelo con un pequeño trinche pegado al cuello. Su cabeza se convirtió en un cóctel de sentimientos: sorpresa, irá, repulsión, ambivalencia total. Se agachó junto a él y comprobó que estaba muerto, sabía quién había sido, no había nadie más en la casa. Por un momento sintió el desamparo de no tener marido e instintivamente miró hacía la puerta; en la posición en que estaba pudo ver el agujero del ratón y se dispuso a actuar.

De un tirón despego la manguera de la estufa y cargo con el tanque hasta la puerta.  El pequeño tubo se introdujo en la abertura y comenzó a soltar su densa bocanada de humo. La Morena comenzó a toser, la atmosfera se hizo irrespirable en solo segundos por culpa del viejo ventilador que seguía riéndose. Tomó una pieza de ropa, se cubrió la nariz y la boca, pero era un paliativo efímero, es escozor en los ojos era insoportable. Se encamino hacia la puerta y tropezó con la mesita, escuchó caer la bandeja y las demás cosas. Comenzó a golpear la madera con el pie. Tan, tan, tan.  Las fuerzas huían en tropel de ella.  Sentía los pulmones arder y la cabeza estallar. La certeza de la muerte la golpeo como un mazazo.  Buscando a tientas algo para golpear la puerta tropezó con el cuaderno, recordó a Papá Cándelo y una chispa surgió en su mente. La muerte era inevitable y la venganza también. La falta de oxígeno la dejó sin fuerzas, volvió a gatas sobre sus pasos, pidió a los luases que la llevaran a un buen lugar y que su marido nunca la olvidará, mientras palpaba el suelo con la mano. Encontró la bandeja, entre los restos de comida apretó la cajetilla de cigarrillos, al lado estaban los fósforos. Se quitó el paño de la cara, necesitaba ambas manos y el tiempo se acababa. Aspiro tratando de encontrar cualquier rastro de aire respirable. Extrajo el contenido de la caja, ya no escuchó el sonido de los demás al caer. El poco de conciencia que le quedaba lo uso para raspar el fósforo sobre la caja. El ruido de la explosión se escuchó bien lejos.


Ivan Payano Tejada (Santo Domingo, 1977). Ha publicado los libros Sobre la gloria de la espada, El color de la alegría, EN-RED-ADOS por el fútbol y Los fabricantes de juguetes. Su cuento «Retorno al cataclismo» recibió mención de honor en el Concurso de Cuentos Casa de Teatro 2021. Actualmente es miembro del Taller Literario Narradores de Santo Domingo (TLNSD).

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